lunes, octubre 26, 2009

T.S. Eliot - La canción de amor de J. Alfred Prufrock

Creo que hay momentos que uno vive solo para saber. Como si uno quisiera tentar al universo, probarse cosas que ya sabe, tratar de sorprenderse. Supongo que no me explico demasiado bien. Veámoslo así: ¿alguna vez han hecho algo "incorrecto" por el solo placer de hacerlo? Me refiero a esa sensación. Creo que la búsqueda por las pasiones del alma tiene que ver con esa intensidad de sentir cuando estamos sometidos al tedio. Y que el arte tiene mucho que ver con eso: ahí es donde el arte brota principalmente como un arma humana para aferrarse a la emoción de la vida: no como un instrumento contra el dolor, sino contra el aburrimiento.

Pensaba esto porque hace no mucho me di la licencia de enferentarme a la condición humana. Digámoslo así: soy malo con las personas y nunca he tenido demasiado reparo en aprender de ello. Casi siempre la lección ha sido que es mejor no confiarse y escribirse solo. Pero cada tanto me dan ganas de hacer el pequeño experimento de acercarme a alguien, como para terminar de convencerme. Hasta ahora creo que no he tenido suerte (o más bien la he tenido, qué sé yo), porque el resultado suele ser volver a la reclusión inicial, asumirme un caso más de los que no pueden conectarse con el resto del mundo en su desesperada y caótica personalidad, demasiado ambivalente para el bien de otros. Y la verdad es que se está muy bien así. Las decepciones no duran demasiado cuando uno sopesa la realidad del momento y se dice "pero no valió la pena".

Solo que considerándolo a la escala de una vida, ¿qué queda después? Todavía no soy lo suficientemente viejo como para sentir que mi vida se queda vacía. Para el caso, no podría ser así. Si bien es cierto las personas que tengo cerca no siempre lo están tanto (algunas me dijeron que no debería YO tratar de acercarme tanto y supongo que eso vale), están todavía lo bastante pendientes de mí como para no poder darme por un perfecto ermitaño o algo así. Pero me pregunto cada vez más: ante la imposibilidad de conectar realmente, de darme a entender con transparencia, de compartir lo oscuro y lo complejo y lo incomprensible, ¿dónde queda mi posibilidad como ser humano? Si mi vida se resumiera a eso, entendería que algunas cosas transcurren y se van repitiendo en el camino, que hay preguntas que uno se hace una y otra vez y, aunque la respuesta va cambiando, nunca llega a ser la que uno necesita.

Creo que este poema se trata sobre eso. Bueno, se trata sobre muchas cosas más, pero en este momento es ese punto específico el que me interesa. No solo porque es un poema amplísimo en el sentido en el que una vida entera puede verse reflejada en él, sino porque el ritmo que marca es el de un camino que se realiza con la incertidumbre del hombre que duda de todo, se acerca a demasiado y consigue nada. La desesperación más absoluta tiene que provenir del desacierto. Y lo peor es que no conozco otra manera de aprender.

Bien entonces, me quedan muchas preguntas todavía. Seguramente la primera es si encontraré alguna vez a una persona que entienda. No conozco a ninguna todavía. Otra puede ser si las personas que ya están cerca entenderán esa necesidad o la respetarán un poco más de lo que hacen. Vale la pena preguntarles, pero si les interesa realmente, espero que sean ellos los que me pregunten a mí.

Solo una última advertencia: esta canción de amor no es una canción de amor. O al menos no como el cliché manda que sea. Este es el amor del que desconfía, se acerca y entrega demasiado. El amor del que no entiende por qué el amor tiene que dar miedo. Un amor por el cual vale la pena preguntarse si uno se atreve a vivir.

Recomendable: No sé bien, pero sé que si lo lee uno en medio de una depresión de esas de la vida, puede tener efectos nefastos sobre el instinto de conservación.
Se lo regalaría a: Todo aquel que tenga que lidiar con una persona que se confunde demasiado, dice a destiempo y escucha lo que quiere. Así que a prácticamente todo el mundo.

Vayamos, pues, tú y yo
cuando la tarde se haya tendido contra el cielo
como un paciente eterizado sobre una mesa;
vayamos, entonces, por calles casi desiertas,
murmurantes retrocesos
de noches inquietas en hoteles baratos de una noche
y empolvadas fondas con conchas de ostras;
calles que se prolongan como un argumento aburrido
de intención tediosa
que te llevan a una pregunta abrumadora...
Oh, no preguntes “¿qué es?”,
vayamos a hacer nuestra visita.

En la habitación, las mujeres vienen y van
hablando de Miguel Ángel.

La niebla amarilla que lava su espalda en el cristal de las vidrieras,
el humo amarillo que lava su hocico en el cristal de las vidrieras
pasó su lengua por el interior de las esquinas de la tarde,
se quedó suspenso largo tiempo sobre los charcos de las cunetas,
dejó caer sobre su espalda el tizne que cae de las chimeneas,
se deslizó por la terraza, dio un salto súbito,
y, viendo que era una noche suave de octubre,
se enroscó una vez a la casa y se quedó dormido.

Y, en verdad, habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza a lo largo de la calle,
frotando su espalda sobre el cristal de las vidrieras;
habrá tiempo, habrá tiempo
para preparar un rostro que acepte los rostros que encuentres,
habrá tiempo para matar, habrá tiempo para crear
y tiempo para todas las labores y los días hábiles
que levanten y dejen caer una pregunta en tu plato;
habrá tiempo para ti y habrá tiempo para mí,
y habrá tiempo incluso para cien indecisiones,
y habrá tiempo para cien visiones y revisiones
antes de que tomemos una tostada y té.

En la habitación, las mujeres vienen y van
hablando de Miguel Ángel.

Y en verdad habrá tiempo
para preguntarse “¿me atrevo?” y, “¿me atrevo?”.
Habrá tiempo para volverse atrás y bajar la escalera
con un espacio calvo en la mitad de mi pelo.
(Dirán: “¡qué ralo se le está poniendo el pelo!”.)
Mi traje matinal, mi cuello que sube firmemente al mentón,
mi corbata, rica y modesta, pero asegurada por un simple alfiler.
(Dirán: “pero, ¡qué delgados son sus brazos y sus piernas!”.)
¿Me atrevo
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que un minuto revocarán.

Porque ya las he conocido a todas, a todas ellas:
he conocido las noches, las mañanas, las tardes,
he medido mi vida con cucharillas de café;
conozco las voces que mueren poco a poco
bajo la música llegada de un cuarto distante.
Entonces, ¿cómo podría yo atreverme?

Y he conocido ya los ojos, todos ellos:
los ojos que nos fijan en una frase formulada,
y cuando esté yo formulado, debatiéndome en un alfiler,
cuando yo esté clavado y retorciéndome en la pared,
¿cómo podría entonces empezar
a escupir todas las colillas de mis días y de mis costumbres?
¿Y cómo podría atreverme?

Y he conocido ya los brazos, todos ellos:
brazos con brazaletes y blancos y desnudos.
(¡Pero bajo la lámpara poblados de claros vellos castaños!)
¿Es acaso el pefume de un vestido
lo que así me hace divagar?
Brazos que reposan sobre una mesa o se envuelven en un chal.
¿Y podría yo entonces atreverme?
¿Y cómo podría empezar?

¿Diré: fui al crepúsculo por calles estrechas
y contemplé el humo que sale de las pipas de hombres solitarios,
asomados a sus ventanas, en mangas de camisa?

Yo debí ser un par de manos andrajosas
que rasaron los suelos de mares silenciosos.

¡Y la tarde, la noche, duerme tan apaciblemente!
Alisada por largos dedos,
dormida... fatigada... o bien se hace la enferma,
extendida en el suelo, aquí junto a ti y a mí.
¿Tendría yo, después del té y los pasteles y los helados,
la fuerza para forzar el momento a su crisis?
Pero aunque he llorado y ayunado, llorado y orado,
y aunque vi mi cabeza (ya un poco calva) traída en una bandeja,
no soy profeta (pero esto no importa mucho);
he visto flaquear el momento de mi grandeza
y he visto al eterno lacayo recibir mi abrigo y sonreír estúpida­mente,
y, en suma, tuve miedo.

¿Y habría valido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre la porcelana, entre alguna conversación sobre ti y sobre mí,
hubiera valido la pena
haber hincado el diente en el asunto con una sonrisa,
haber comprimido el universo en una bola
para rodarlo hacia alguna pregunta abrumadora,
para decir: “Soy Lázaro, vuelto de entre los muertos,
vuelto para decírselo todo, se lo diré todo”.
Si una, acomodando una almohada junto a su cabeza,
dijera: “No es eso lo que quise decir, no es eso.
No se trata, en absoluto, de eso”?

¿Y hubiera valido la pena, después de todo,
hubiera valido la pena,
después de los ocasos y de los patios y de las calles regadas,
después de las novelas, después de las tazas de café, después
de las faldas que arrastran por el piso
(y esto, y tanto más)?
¡Es imposible decir exactamente lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios en
modelos sobre una pantalla:
¿Habría valido la pena
si una, acomodando una almohada o quitádose un chal
y volviéndose hacia la ventana, hubiera dicho:
“No es eso, en absoluto,
no es eso lo que quise decir, en absoluto”?

¡No! No soy el príncipe Hamlet ni es mi intención serlo,
soy un señor cortesano, uno que servirá
para llenar una pausa, iniciar una escena o dos,
aconsejar al príncipe; sin duda, un instrumento dócil,
obediente, contento de servir,
político, precavido, meticuloso,
lleno de altos conceptos, pero un poquito obtuso;
a veces, en verdad, casi rídiculo:
casi, a veces, el Bufón.

Envejezco... Envejezco...
Usaré enrollados los extremos de mi pantalón.
¿Me peinaré el cabello hacia atrás?
¿Me atrevo a comer un melocotón?
Me pondré pantalones de franela blanca y caminaré por la playa.
Allí he oído a las sirenas cantándose una a otra.

No creo que canten para mí.

Las he visto cabalgar sobre las olas, mar adentro,
peinando los blancos cabellos de las olas revueltas
cuando el soplo del viento vuelve el agua blanca y negra.

Nos hemos quedado en los dormitorios del mar
al lado de muchachas marinas
coronadas de algas marinas rojas y pardas
hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.

jueves, octubre 22, 2009

MGx

Vivíamos la noche a escondidas,
como temiendo ser descubiertos por los villanos que creamos.
La calle se consolaba con el humo y tú
te habías conformado con esquivar el filo en mi palabra.
Éramos un juego:
yo te imaginaba cerca, como una fábula. Una niña que se perdía en el bosque solo por curiosidad y encontraba la madriguera del lobo. Luego visitabas al lobo todos los días y le llevabas de comer. Luego le contabas historias y escuchabas su aullido sin temor. El lobo no te devoraba y la historia concluía en que un día ya no lo verías más. Y eras la única que lo iba a descubrir.
Pero acusaste un golpe a destiempo
y rompiste el juego hablando de las reglas:
no a esto, no a aquello. Tú no puedes sentir eso por mí.
Yo no sentía nada más que la textura
de la carne que la niña me llevaba hasta la cueva. Había imaginado el calor de una manta que jamás llegó a cubrirme el lomo cuando el invierno asolaba. Había aprendido a pronunciar tu nombre como si estuviera anexado a los ecos de mi aullido. Así es estar cerca de otros, pensaba; así se siente oír una voz que no es la de mis muros.
Soñé sin esperar mucho, pero eso a la herida rara vez le importa. Quizás un silencio hubiera sido la mejor salida: suficiente para decir "yo puedo verte aunque te escondas".
Pero cuando volvíamos, la noche ya se había vuelto madrugada. El dolor crecía como si jamás hubieras sembrado en mi emoción cualquier otra cosa. Te miré para buscar la calma de tu despedida, para que dijeras "sí me importa", para que entendieras la importancia de no herirnos nunca.
Y tú dijiste
"era una tontería. Mañana no lo voy a recordar".

domingo, octubre 04, 2009

Caído -sanarán las alas antes que su cuerpo-

Viviré con las heridas sobre la ropa,
enemistado con las palabras que pronuncio, demasiado torpes para explicarte nada,
para hallar una solución de adultos.
Quizá porque crecí entre notas musicales
y todo lo que aprendí del mundo lo saqué de libros. No puedo ser mucho mejor que los personajes que morían
o los villanos en que al final me he convertido.
Amo como en los finales imposibles:
es difícil encontrarme libre, desencadenado.
Y amarte me resulta tan sencillo como eso,
pero perdonarme, también por eso mismo,
el único secreto que jamás sabré de mí.