El tiempo pasó. Pero todo lo que juramos que haríamos con él se ha vuelto contra nosotros;
pequeñas palabras de pequeños seres, corriendo
(huyendo)
de sus propias promesas, como si fuéramos algo más que nuestra maraña de buenas intenciones y sueños infantiles.
Esa parece ser nuestra única verdad:
confrontamos todo aquello que nos resulta ajeno, incomprensible, cruel
y lo olvidamos.
Olvidamos todo lo que estaba escrito antes de eso, todos los momentos
en que pudimos tomar alguna decisión o alguna medida
para no encadenarnos a un único futuro;
irremediable (desde luego), absurdo (no hay manera de evitarlo),
pero nuestro.
Nos paramos frente a nuestros errores, a nuestra culpa, a nuestro desencanto,
bravos y magníficos, como un vengador.
Pero el tiempo fluye como una cascada,
que cae y rompe justo en el punto donde quisiéramos detenernos a contemplar nuestra vida.
Y es todos los momentos y es ninguno,
solo la ansiedad eterna de aferrarnos
a algo que nos salve de ese golpe inexpugnable que en algún momento llegará
(sabemos bien que llegará)
y será el que no nos deje levantarnos más.
Y aunque duela, tendremos que admitirlo:
el tiempo no es parte de nosotros
ni es una ilusión diseñada para medir las etapas de nuestra vida;
el tiempo es una enfermedad
y no podemos vencerla ni podemos percibirla,
no podemos ni siquiera ofrecerle lo mejor de nosotros
porque ya le pertenece.
Capaz porque uno lee con los sentidos más que con la erudición. Porque el whisky sabe mejor cuando estás con amigos que cuando estás catando. Porque leer no se trata de hurgar en los cimientos, sino de sentir. Porque nadie puede estar a la intemperie mucho rato. Porque de vez en cuando dan ganas de decir algo.
jueves, septiembre 29, 2016
Mecanismos
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