Valoración: 4.0/5.0
(Potencia)
Lo dijo el brillante David Lynch: "los secretos son peligrosos". Nadie mejor que él para decirlo, él que ha dedicado su vida y obra a revelarnos lo que yace debajo de la común y aparente superficie. Creo que hay diferentes maneras de hacer esto en el arte. Digo, revelarnos lo grotesco que es el mundo, pese a que nos hemos acostumbrado a él. Los secretos que esconde un pueblito pequeño en apariencia feliz, una persona de la que nadie sospechó la más sórdia vida oculta, una familia de la que solo se espera cháchara para la hora del té. David Lynch lo hace, claro, mostrándonos un mundo que empieza a absorber esa superficie, nos va adentrando en esa cosmología oculta del pueblerino que termina por entender que todo lo que vivió, todo lo que creyó cierto, en realidad tenía sus cimientos en lo más retorcido del alma humana: el secreto que revela la historia real, la aventura, la verdad.
La hora azul quizás es la antítesis de este tipo de estética. Fiel al estilo de Carver y con la filosa crudeza del realismo urbano, Alonso Cueto logra una auténtica proeza narrativa: superar con creces el hecho real para cargar la anécdota de sentido. Eso me hace recordar que alguna vez gané la enemistad de una periodista que me entrevistaba. Me preguntó mi opinión sobre la obra de Roncagiollo (que por esas épocas acbaba de iconizarse como el héroe de la literatura peruana) y yo recuerdo claramente lo que dije (porque finalmente lo he repetido por ahí alguna otra vez): odio la literatura testimonial. Odio la literatura que pretende superar la realidad porque la realidad siempre será más cruda y más violenta y más terrible que cualquier libro. Basta con ver el sufrimiento de una persona para que el libro de su vida pierda toda la importancia del mundo. Eso, en mi país, lo sabemos quienes hemos visto el terrorismo de cerca, quienes nos hemos molestado en descifrar la verdadera magnitud que esos destrozos dejaron en la vida de tantas personas. Y es ahí a donde apunta el blanco literario de Alonso Cueto. Ahí a donde ya se han escrito tantas otras obras, y donde tantos otros han fracasado sumergidos en un baño de sangre y en un esquema de teleteatro que se precia solo de la violencia, la visceralidad y la morbosidad humana para lograr emoción.
Es en ese sentido que esta obra es particularmente brillante. Su sutileza no deja de lado su terrible dureza como reproche a la sociedad y principalmente a la naturaleza humana. El protagonista es un abogado de condición acomodada, lo justo para que su personaje pueda sentirse extraño en un mundo completamente inhumano, pero también para que sus preocupaciones oscilen constantemente entre lo que conoce y lo que preferiría no haber visto nunca.
Adrián Ormache, un abogado de cierto prestigio, descubre, tras la muerte de su padre, que este estuvo a cargo de una división en Ayacucho, durante la época de la guerra antiterrorista. Al conocer las atrocidades que se cometieron en aquel lugar, empieza a investigar una serie de claves que lo llevan a revelar más de un secreto. Secretos guardados no solo en su familia, sino en la vida de los habitantes de los pueblos que sufrieron los embates de la guerra.
Quizás lo más poderoso en esta novela es el choque. El choque entre un mundo en apariencia perfecto (siempre en la mente del doctor) y la crudeza de una realidad que no deja demasiado lugar al olvido o a la ficción. Y es allí donde se produce la extraña inversión del mundo: donde el ser humano se acostumbra a la muerte y la vida se convierte entonces en la fábula.
Escena favorita personal: el encuentro del protagonista con un personaje místico y misterioso durante su viaje a Ayacucho y su contemplación de la famosa danza de tijeras. Uno de esos momentos literarios que se graban en la mente y se convierten ya para siempre en un referente al cual volver cuando, por ejemplo, descubrimos de la forma más difícil que, efectivamente, los secretos son y seguirán siendo siempre peligrosos.
Se lo regalaría a: Algún extranjero verdaderamente interesado en la historia oculta del Perú. A las personas que creen que los secretos pueden permanecer ocultos para siempre. A David Lynch.
Personalidad: Un aficionado a la fotografía que se pone a escuchar historias pueblerinas. Parte de él sabe que hay mucho de invento en ello, pero la otra parte no deja de fascinarse con la forma en que puede cambiar el mundo con solo unas horas de viaje.
(Potencia)
Lo dijo el brillante David Lynch: "los secretos son peligrosos". Nadie mejor que él para decirlo, él que ha dedicado su vida y obra a revelarnos lo que yace debajo de la común y aparente superficie. Creo que hay diferentes maneras de hacer esto en el arte. Digo, revelarnos lo grotesco que es el mundo, pese a que nos hemos acostumbrado a él. Los secretos que esconde un pueblito pequeño en apariencia feliz, una persona de la que nadie sospechó la más sórdia vida oculta, una familia de la que solo se espera cháchara para la hora del té. David Lynch lo hace, claro, mostrándonos un mundo que empieza a absorber esa superficie, nos va adentrando en esa cosmología oculta del pueblerino que termina por entender que todo lo que vivió, todo lo que creyó cierto, en realidad tenía sus cimientos en lo más retorcido del alma humana: el secreto que revela la historia real, la aventura, la verdad.
La hora azul quizás es la antítesis de este tipo de estética. Fiel al estilo de Carver y con la filosa crudeza del realismo urbano, Alonso Cueto logra una auténtica proeza narrativa: superar con creces el hecho real para cargar la anécdota de sentido. Eso me hace recordar que alguna vez gané la enemistad de una periodista que me entrevistaba. Me preguntó mi opinión sobre la obra de Roncagiollo (que por esas épocas acbaba de iconizarse como el héroe de la literatura peruana) y yo recuerdo claramente lo que dije (porque finalmente lo he repetido por ahí alguna otra vez): odio la literatura testimonial. Odio la literatura que pretende superar la realidad porque la realidad siempre será más cruda y más violenta y más terrible que cualquier libro. Basta con ver el sufrimiento de una persona para que el libro de su vida pierda toda la importancia del mundo. Eso, en mi país, lo sabemos quienes hemos visto el terrorismo de cerca, quienes nos hemos molestado en descifrar la verdadera magnitud que esos destrozos dejaron en la vida de tantas personas. Y es ahí a donde apunta el blanco literario de Alonso Cueto. Ahí a donde ya se han escrito tantas otras obras, y donde tantos otros han fracasado sumergidos en un baño de sangre y en un esquema de teleteatro que se precia solo de la violencia, la visceralidad y la morbosidad humana para lograr emoción.
Es en ese sentido que esta obra es particularmente brillante. Su sutileza no deja de lado su terrible dureza como reproche a la sociedad y principalmente a la naturaleza humana. El protagonista es un abogado de condición acomodada, lo justo para que su personaje pueda sentirse extraño en un mundo completamente inhumano, pero también para que sus preocupaciones oscilen constantemente entre lo que conoce y lo que preferiría no haber visto nunca.
Adrián Ormache, un abogado de cierto prestigio, descubre, tras la muerte de su padre, que este estuvo a cargo de una división en Ayacucho, durante la época de la guerra antiterrorista. Al conocer las atrocidades que se cometieron en aquel lugar, empieza a investigar una serie de claves que lo llevan a revelar más de un secreto. Secretos guardados no solo en su familia, sino en la vida de los habitantes de los pueblos que sufrieron los embates de la guerra.
Quizás lo más poderoso en esta novela es el choque. El choque entre un mundo en apariencia perfecto (siempre en la mente del doctor) y la crudeza de una realidad que no deja demasiado lugar al olvido o a la ficción. Y es allí donde se produce la extraña inversión del mundo: donde el ser humano se acostumbra a la muerte y la vida se convierte entonces en la fábula.
Escena favorita personal: el encuentro del protagonista con un personaje místico y misterioso durante su viaje a Ayacucho y su contemplación de la famosa danza de tijeras. Uno de esos momentos literarios que se graban en la mente y se convierten ya para siempre en un referente al cual volver cuando, por ejemplo, descubrimos de la forma más difícil que, efectivamente, los secretos son y seguirán siendo siempre peligrosos.
Se lo regalaría a: Algún extranjero verdaderamente interesado en la historia oculta del Perú. A las personas que creen que los secretos pueden permanecer ocultos para siempre. A David Lynch.
Personalidad: Un aficionado a la fotografía que se pone a escuchar historias pueblerinas. Parte de él sabe que hay mucho de invento en ello, pero la otra parte no deja de fascinarse con la forma en que puede cambiar el mundo con solo unas horas de viaje.
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