martes, marzo 31, 2009

Lewis Carroll // Alicia en el País de las Maravillas

Valoración: 4.5/5.0
(Cerca del cielo)

No creo que haya mejor libro sobre la niñez que este. No solo porque Carroll es un autor extraordinario en el sentido en el que un hombre obsesionado con la niñez (o con una niña, pero no vamos a criticar aquí esas conductas extrañas de nuestros autores favoritos), puede escribir un libro y acercarse a ese mundo. Lo que más me fascina de este libro es la frescura que posee. Como si realmente fuera un gran sueño. Esa lógica surrealista, onírica y completamente adelantada a su tiempo es, quizás, lo más cercano al mundo de fantasía complejísimo que supone saberse un niño. Y lo que más me gusta es cómo puede variar nuestra lectura según la perspectiva. No del modo "juego de espejos" que vemos en la secuela de esta novela, sino en el sentido más específico de la palabra, según el cual cada hecho, palabra o escena escrita puede cobrar un valor inusitado y completamente nuevo según el lector decida incorporarse a la narración.

No creo que haya muchos libros que te permitan elegir una perspectiva tan rica en texturas, variedades y lecturas. Posiblemente el gran valor de este libro es ser el precursor de esta lógica del sueño en la cual todo puede darse, pero que tiene que ser contada de manera magistral, para que podamos sumergirnos como lectores desprevenidos en las locuras de un hombre que, valgan verdades, tenía que creer en esa demencia para podérnosla contar.

Personalmente, este libro significa diversas lecturas en diferentes contextos. Hoy en día, creo que es mi libro bandera en lo que se refiere a la búsqueda de una simpleza personal perdida. No tanto por la búsqueda de Alicia en sí (ese intento por volver al mundo real mientras se está en el País de las Maravillas), sino por la búsqueda del autor de encontrar un laberinto del cual no haya escapatoria. Sin embargo, la irrupción final de un golpe de realismo tiene, por fuerza, que dejarnos entender que el tiempo no culmina nunca y que también Alicia algún día crecerá, olvidará el sueño, dejará de ser la mujer que Carroll ama y admira solo por su condición de niña, de amor prohibido.

Solo que yo no soy más un niño y eso quiere decir que ninguno de esos personajes se aparecería en mis sueños a hacerme soñar con que el mundo puede o debe ser así. Quizás esa es la única esperanza que nos queda al crecer: que un día, en algún sueño, un agujero de conejo nos lleve al lugar donde perdemos el control y podemos sabernos nuevamente lo suficientemente puros, lo suficientemente auténticos para solo seguir el camino en busca de un conejo blanco. Y que ese lugar no sea el abismo de la locura, sino el piso franco e incomprendido de la cordura que este mundo, en su incesante velocidad, todavía no ha aprendido a reconocer.

Se lo regalaría a: Si tuviera un hijo, a ella o a él. Como no lo tengo, probablemente a Billy Corgan o a nuestro querido parvulito.

Personalidad: Un pedófilo psicópata que fue acusado de ser Jack el Destripador (pero que, insisto, no deja de ser uno de nuestros favoritos).

domingo, marzo 15, 2009

De niño, de noche

Es curioso cómo al jugar arrastramos los pedazos de tiempo que nos quedan. Como si el tiempo nunca hubiese sido tiempo y los años hubiesen pasado más por un asunto de manía que una cuestión de esencia.

Un sábado diferente, de esos que te sacian la sed de vivir algo edificante. La mañana fue tranquila y quizás demasiado apegada a la noción del mundo (trabajar un sábado nunca satisface a nadie demasiado). He estado usando relajantes para tratar la lesión de mi espalda de una maldita vez y resulta que los efectos reguladores del sueño (como era de esperarse) multiplican su efecto en mí. La tarde me la paso cansado, luego nos vamos juntos a dormir a casa un rato. Por la noche, E. me lleva a una fiesta infantil. La hija de una de sus mejores amigas cumple 2 años y yo automáticamente sé que será una fiesta más de esas en las que el que inventa la diversión es uno mismo.

Y no me quejo con eso. La idea era un poco decir que no importa demasiado la circunstancia cuando estás bien acompañado, tienes algo en qué pensar y poco que esperar de todas formas. Es más, quizás un sábado por la noche debería ser algo así como una fiesta infantil, porque en las fiestas a las que uno se acostumbra a ir hay mucho de lo mismo, y casi nada de confrontación. Ver cómo celebra un niño su cumpleaños inmediatamente te hace recordar cómo celebrabas tú los tuyos y descubres que el tiempo ha pasado, lo quiera uno o no.

Estábamos, recapitulando, en Los Olivos, regalo sin envolver en mano (un libro, desde luego), auto estacionado al costado de un enorme hueco de aquellos que las municipalidades suelen abrir más por el gusto de fastidiar que para arreglar algo en verdad y luego de las presentaciones respectivas y de tararear un par de canciones que no conocemos, observo que la animadora infantil comienza con la maldita segregación de géneros que hace de mi país un lugar tan machista: "¿quiénes son mejores, los niños o las niñas?". Bien, mientras detrás de ella una suerte de Cenicienta, una Blancanieves y otra princesa que no tengo idea de qué cuento salió, bailan una coreografía de lo más inusual y divertida.

Aquí es donde hago un alto. No voy tanto con la intención de marcar sarcasmo (sé que es dudoso para los que me conocen, pero en fin), sino más bien con las ganas de crear ambiente. E. y yo terminamos no tengo idea de cómo arreglando pulseritas psicodélicas de esas que brillan en la oscuridad para que pasen luego a regalarlas. La piñata es una masacre de niños (E. me dice "te apuesto a que alguien va a llorar" y efectivamente, lo predijo o lo provocó), y luego viene el reparto de la torta y la sorpresa. E. quiere la suya, desde luego, y resulta que el regalo es una de esas pelotas aromatizadas que no veía desde que mi abuela me regaló una hace ya varios años. En ese entonces tenía cinco o seis años y probablemente me hubiera sentido mucho más cercano a ese mundo recreado que a mis observaciones buenamente irónicas.

La cosa tuvo su giro en la trama: después de jugar a no dejar que el globo caiga al piso con unos niños (así, sin proponerlo ellos ni nosotros, muda, inferidamente, como solo pueden jugar los chicos), E. y yo terminamos jugando en la calle algo así como una mezcla de voley, fútbol, mata gente y a ver quién hace el ridículo de la forma más graciosa, mientras al lado la fiesta seguía (los niños retirados, la cerveza reemplazando a los párbulos). Jugamos un rato largo. Y entonces recordé. Recordé lo bueno que es poder sentirse un niño algunas veces. Lo bueno que es no haberlo olvidado. Recordé particularmente un día que estaba sentado en el asiento trasero del auto, mirando por la ventana. Estaba en 6to, así que tendría unos 10 o 9 años. Recuerdo claramente haberme dado cuenta que parte de mí ya no quería sentirse como un niño. Recuerdo haber llorado en silencio y haber dicho "Dios, no dejes nunca que me olvide". Lo cierto es que hoy en día ya no creo en Dios y definitivamente he olvidado muchas cosas. Sin embargo, la lección que me he llevado de esta fiesta ha sido enorme, casi para tatuársela en el cuerpo: y es que en realidad, este mundo del arte, de la literatura, de todo lo que hacemos para fantasear y parafrasear alrededor de nuestra humanidad, no es sino justamente eso, un juego de niños en el que las reglas son tácitas, están implícitas en el solo hecho de jugar. Como si el hecho de que un globo pueda o no tocar el piso resultara muchísimo más trascendente que la caída en las acciones de un banco.

Y lo sorprendente es que, de alguna manera, esa lógica es quizás muchísimo más sensata que la de los señores corredores. Y si no, al menos puedo jurar que se ve considerablemente más sensata cuando es uno el que juega con el globo.