jueves, mayo 31, 2007

Cuestión de suerte

Qué cosa tan fantástica es la suerte. Impredecible, esquiva, caprichosa. Hasta los que no creen en ella han de echarla de menos de vez en cuando. Veo un partido de tennis, uno de los torneos más importantes que existen. Los tenistas se enfrentan y el favorito se lleva el primer set fácilmente. En el segundo, el otro jugador logra remontar por un momento, pero luego cae y van a tie break para decidir quién debe llevarse el set. De ganar el favorito, claro, se acaba el partido. De ganar el otro tendrá todavía esperanzas de hacerse con el triunfo. Pero el favorito viene en racha, viene de cortar el buen momento de su rival y está a punto de arrebatarle todo sueño de victoria, cuando algo apenas perceptible sucede y cambia todo: cae una gota de lluvia.

Y oh felicidad, oh fortuna; el partido se suspende y al reanudarse el mismo las suertes se han vuelto a cambiar: el favorito pierde ese set y el contrincante se muestra sobrio, como si lo que ocurre fuera natural. Pero él sabe (y sonríe para sus adentros), él sabe que si pudiera besaría a esa bendita gota de lluvia.

sábado, mayo 26, 2007

El otro // Jorge Luis Borges


El efecto Borges


Cuando me mudé a Buenos Aires una de las primeras cosas que pensé fue que por fin iba a poder conversar con prácticamente cualquiera sobre Borges. No me pregunten por qué. Me acuerdo clarito que mientras el avión salía y yo pensaba cuánto iba a extrañar Lima, ese era uno de mis argumentos de auto-consuelo. De hecho supongo que me imaginé a Buenos Aires como un lugar donde todo el mundo andaba con su Borges de bolsillo bajo el brazo. Pero, oh ironía, a poco más de tres meses de regresar a mi país, todos mis muchos intentos de tener esa maravillosa conversación sobre la obra de Borges han fracasado miserablemente.

Desde luego, es injusto sacar cualquier conclusión sobre esto. Pero hay algo interesante, sin embargo: lo que ocurrió cuando intenté tener esa conversación, cuando saqué el nombre de Borges como uno de mis autores favoritos, cuando traté de descubrir qué se sentía ser del país de donde nació el que es probablemente el autor de habla hispana más importante de todos los tiempos. Pues con la gente digámosle "mayor", casi siempre la respuesta fue positiva, y pocas veces no terminó en la clásica frase "era un genio". Lo interesante fue lo que ocurrió con la gente de mi generación: la gran mayoría no lo había leído, o habían leído muy poco de él. Y todos coincidían en la razón: "tienes que haber leído demasiado para poder leer a Borges". Suena al típico miedo del lector promedio: no entender. De más decir que siempre he creído que ningún autor es hermético para nadie, o el que fracasa no es el lector, sino el autor. Pero aquello de encontrame a tanta gente que consideraba a Borges un autor oscuro me hizo replantearme seriamente su obra.

No he llegado a una conclusión clara. Supongo que algunos de sus cuentos utilizan mucho la relación intertextual y conllevan a sentir que uno tiene, efectivamente, que haber leído todas esas referencias para entender totalmente el texto. Supongo también que tiene cuentos particularmente "difíciles", especialmente aquellos que podrían ser considerados más descriptivos. Pero Borges es un genio justamente porque su obra no se limita a las referencias o a las descripciones complejas. Es un genio porque su obra se universaliza, se hace transparente, penetra en nuestra vida.

"El otro"

"El otro" es un cuento particularmente paradigmático en su obra. Es Borges en casi todas sus características: lenguaje, estructura, técnica (esa autorreferencia tan clásica en él) y temática. La trama es sumamente sencilla y no por ello menos ingeniosa: nuestro Borges narrador tiene un encuentro consigo mismo en una banca de la ciudad de Ginebra. Uno de los Borges no llega a los veinte años, mientras el otro pasa ya de los setenta. Hecho indescifrable y extraordinario que el Borges joven atribuye un sueño y el segundo escribe con el fin de olvidarlo.

El cuento es extraordinario en la temática de por sí, pero definitivamente gana en cuanto resolvemos un detalle particular, uno que encierra toda la belleza de este cuento: el título. Lo fantásticamente sugerente que resulta que Borges se refiera a esa versión joven de él como "el otro". Y es que él y su otro yo son, definitivamente, dos personas absolutamente diferentes. Borges nos revela una esencia maravillosa, nos revela que nada permanece, que todo está en un constante proceso de cambio y cuando dos versiones de uno mismo chocan, definitivamente el choque es traumático, difícil, temible. Y es que ver nuestro pasado es ver aquello que nosotros decidimos dejar, sea por la razón que sea. Vernos a nosotros mismos es un anacronismo que causa pasmo, ya sea que nos veamos en una fotografía, en un recuerdo, en una conversación, en una persona que vuelve a nuestra vida y trae con ella imágenes de aquello que nos enfrenta a esa realidad que hasta se asemeja absurda.

Este cuento no es una narración del encuentro de Borges consigo mismo. Es la historia de todos nosotros todos los días: nuestro eterno chocar con lo que alguna vez fue y no puede repetirse; pero sobre todo nuestra necesidad imperiosa de olvidarlo, porque de lo contrario seremos atormentados por una versión anterior que, incapaz de comprendernos o nosotros a ella, aparece con el único fin de provocarnos la terrible duda de si, en nuestro pasado, no habremos soñado alguna vez con esto en que nos hemos convertido.

-0-

Recomendable: Para cuando el pasado nos pisa los talones, en cualquiera de sus formas. Para cuando la vida se convierte en una especie de gigantesco e interminable déjà vu. Para cuando aparece "esa gente" que más que gente son fantasmas.
Whisky con vínculo: El otro

Ficha Técnica: Borges, Jorge Luis. "El otro", en El libro de arena

-0-

"- Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar por los ojos y respirar.
- ¿Y si el sueño durara? - dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:

- Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber de mi pasado, que es el porvenir que te espera?"

jueves, mayo 24, 2007

Fragmentos de nosotros

Ayer yo mismo, en la mañana un amigo, por la noche mi hermana, luego otra amiga más. Tema recurrente este de las parejas pasadas, eso de las personas que alguna vez estuvieron, pero que luego se vuelven fantasmas que aparecen y desaparecen en nuestras relaciones presentes según un capricho y algunas voluntades que nos son difíciles de leer. Yo supongo y pienso que la amistad con una persona a la que hemos dejado rebasar el límite de la intimidad es imposible. Siempre puede uno llevarse bien, tener una relación agradable o hasta de sincera confianza. ¿Pero amistad? Ya no creo que se le llame así. Al menos no sólo así.

Quizás más que esa trivialidad de cómo debería denominarse o no la relación, sería más inteligente pensar en por qué nos preocupa tanto. No me refiero a nuestro propio pasado, sino al de la otra persona. Empezamos a salir con alguien e instantáneamente sentimos curiosidad por saber de su vida pasada, de lo que hizo, de lo que no hizo, de las cosas que vivieron antes de que las conociéramos, en un mundo y un espacio que nos es imposible llenar más que con sus historias y los recuerdos que nos comparten. Y siempre hay una especie de fascinación hasta morbosa por eso de los así llamados “ex”. Puede incluso llegar a molestarnos, a provocarnos una especie de disgusto por ese recuerdo ajeno. Pero queremos saber. Indagamos de todas maneras.

Una amiga sugiere que se trata de simple masoquismo. Pero no sé si estoy de acuerdo. Quizás es simplemente que a una pareja uno le comparte una parte de su vida, de su todo; más allá de qué tan profundo sea el sentimiento, las personas con las que hemos llegado a ese grado de intimidad simplemente nos poseen por un momento, se llevan parte de nosotros. Y cuando uno conoce a otra persona y quiere aprender de su pasado, tiene por fuerza que buscar las piezas que no encuentra, como un cazador. Pero esas piezas ahora le pertenecen a otro. No sé si sea posible robarlas de vuelta y devolverlas a su lugar, o si en todo caso se trata de una búsqueda estricta de conocimiento. Lo cierto es que conforme uno crece, parte de uno queda con las personas de nuestra vida. Esas personas que pertenecen al pasado son nuestro pasado. Verlos es como reflejar miles de momentos y miles de cosas que fuimos y que se han perdido, y sólo perduran y permanecen en la existencia de esa persona que se cruza de vez en cuando. Cuando ya no nos reconocemos en esa persona, cuando descubrimos que somos muy distintos, su irrupción es terriblemente dura, porque es como un anacronismo que no podemos soportar del todo. Otras veces nos es más leve, podemos incluso convivir con esas personas, porque estamos en paz con lo que hicimos. Y cuando nosotros queremos conocer por completo a otra persona, amarla, volvernos parte de ella, tenemos que buscar las piezas faltantes en los osados exploradores que estuvieron antes y dejaron allí su bandera. No porque el objeto de nuestro deseo quiera o no darnos esas piezas. Sencillamente que ya hace mucho no le pertenecen.

Esos “ex” no son, finalmente, sino una forma de recordarnos lo poco dueños que somos de nosotros mismos.

lunes, mayo 21, 2007

La amigdalitis de Tarzán // Alfredo Bryce Echenique

Este quizás es un libro que se define más bien por lo que no es. No es una historia feliz, pero definitivamente te hace reír, porque la escribe Bryce. Tampoco es un libro para encontrar frases que te llegan al alma, pero empieza con algo tan pertinente como "Diablos... Tener que pensar, ahora, al cabo de tantos, tantísimos años, que en el fondo fuimos mejores por carta". No es tampoco un gran libro y no es, definitivamente, un mal libro. No es el libro que recomendaría de Bryce a absolutamente nadie (Un mundo para Julius, La vida exagerada de Martín Romaña, No me esperen en abril y un par de cuentos se llevan ese laurel, en mi opinión), y no es tampoco un libro que desanimaría a nadie de leer. Este es uno de esos libros que simplemente pasan y dan gusto. Que uno podría incluso llegar a releer o hasta a tomarles algo de cariño, porque no son de esos que se te quedan marcados en la cabeza.

Primero, que quizás sea válido decir que la obra de Bryce es una larga y sucesiva historia de amor. Segundo, que quizás por eso cuando uno lo lee lee más a Bryce Echenique que al libro. Y tercero, que con La amigdalitis de Tarzán pasa exactamente eso: se repiten los personajes (un artista, una única muchacha que es el gran amor de toda una vida), los escenarios (París, Lima, otro montón de ciudades) y hasta las técnicas (aquello de los detalles que componen una relación, una vida, un código que sólo significa algo para y en la historia). Y bueno, como que Bryce se da el gusto de algo que parece gustarle mucho: incursionar en el género epistolar con el mismo estilo con el que lleva la narrativa. Es decir, mostrar que Bryce es Bryce escriba como escriba y escriba sobre lo que escriba, porque sencillamente dice las cosas como quien las cuenta a un amigo.

Pero entonces, ¿por qué este libro? Ah, porque habla de algo que Bryce siempre ha rozado, pero a lo que nunca le había dedicado toda una novela: ese maldito tema de la distancia. Porque debe haber mil novelas sobre ese mismo tema, y mil novelas sobre cartas de amor de dos personas que, ulteriormente y más allá de todos los avatares de la relación, simplemente se extrañan. Pero Bryce es Bryce, y en eso de las cartas de amor hay pocos que digan las cosas de una manera tan pertinente como él. Porque la distancia es algo de nostalgia y algo de tristeza y algo de resignación, y en la prosa de este escritor de eso hay hasta cansarse. O hasta nunca cansarse, mejor dicho.

Y es que La amigdalitis de Tarzán es una historia sobre el desencuentro. Sobre esas relaciones que fallan no porque falte amor, o ganas, o ni siquiera entendimiento. Simple y llanamente que la vida es la vida. Que uno no siempre elige dónde o con quién quiere estar y que el tiempo es una especie de capricho y a veces eso es difícil de aceptar. Y es que hay personas en la vida que pueden tenerlo todo... Todo menos ese "ETA" (Estimated time of arrival) del que tanto habla Bryce en esta novela, de manera absolutamente irónica, pero también absolutamente cierta. Y, lección difícil de aprender, a veces en el oportunismo está la única esperanza de futuro.

Pues este es uno de esos libros que deben caer así, en el momento justo, como para dedicárselos a alguien, como para sentir que uno los entiende; porque de lo contrario probablemente los pasas por alto. Y pues, como no es un libro que uno leería siempre, hay que hacerlo apenas haya oportunidad, porque sólo entonces encuentra uno en él lo mejor que tiene para ofrecernos. Y es que, así como esta novela empieza con una oración que nos advierte desde el vamos de una historia condenada al fracaso, ese fracaso se reivindica por la acción del imposible, de saber sortearlo. Como esas personas que son para siempre porque nos dan lo mejor de sí en el momento en que más lo necesitamos, aunque en el futuro nos terminen doliendo. Y es que pocas veces en la vida uno llega a robarse algo que valga la pena. Y no importa luego el castigo, no importa cómo se vengue la vida. Lo único que importa es que ya nadie podrá quitarnos lo que tomamos.

-0-
Recomendable: Para esos amores que se hacen imposibles y no es culpa de ninguno de los dos. Para el que se dio cuenta que estaba enamorado justo el día antes de que la chica se te vaya para siempre a algún país donde seguro ni hay teléfono. Para el que encuentra una relación que vale la pena en el momento menos oportuno. Para todos los que tienen pésima suerte con eso del ETA.
Se lo regalaría a: La chica con la que siempre fui mejor por carta. La chica con la que siempre seré mejor en persona. La que sabe que le estoy dedicando este libro por razones obvias.
Una curiosidad: Me acabo de dar cuenta que voy tres reseñas al hilo de autores peruanos. La verdad no fue a propósito. A lo mejor estoy extrañando más de lo que pensaba.

Ficha técnica:

Bryce Echenique, Alfredo
La amigdalitis de Tarzán - Alfaguara; 1999
328 p.; 13x21 cm.
ISBN: 8420430765






-0-

"Nunca hubo una pareja que se separara en un aeropuerto con una fe tan grande en el futuro, con tantas ilusiones compartidas y tantos proyectos comunes, como Fernanda y yo. ¿Fue simple buen gusto, simple deseo de que acabara con besos y sonrisas esa semanita que terminó por convertirse en un sueño realmente vivido y compartido? Ahora que muchos de esos intensos deseos pertenecen al pasado, ahora que nada nos salió del todo mal ni tampoco bien, ahora que sólo quedan un montón de cartas de Mía, alguno que otro trozo escrito por mí y también algunas de mis cartas posteriores al robo de Oakland, muchísimo cariño y amistad, y la misma confianza y complicidad de siempre, tal vez lo único que podríamos decir Fernanda y yo es que hay despertares sumamente inesperados y que, incluso, a veces, en nuestro afán de no causarle daño alguno a terceros, terminamos convertidos nosotros en esos terceros. Y bien dañaditos, la verdad."

sábado, mayo 19, 2007

Buenas noches, Buenos Aires

Buenos Aires se parece mucho a la vida. Como no tienes idea. Despiadada, cristalina, falaz. Buenos Aires es una ciudad llena de espinas, pero todas ellas han robado ya sangre y sin embargo no están saciadas. Y es que Buenos Aires es una ciudad que no se cansa. Le he ganado una partida a la vida al conocerte, de eso no me cabe duda. Pero he perdido otra al haberte hecho mía, al intentar poseerte, al dejarme inundar por ti. Al dejarme arañar el alma con tus dedos sin filo, al dejarme arrullar por tu voz que según tú nunca fue muy agraciada y a mí me parece la única música que he oído de verdad en toda mi vida. Yo no sé, pero sólo en esta ciudad aprendí que nunca tuve nada. Y que jamás lo voy a tener tampoco. Pero tú te entregaste libremente, llegaste a este cuarto siempre demasiado pequeño, compartiste tus secretos y las texturas de un vino conmigo, me dejaste secar lágrimas que se cristalizaban en mis dedos, me besaste con el único beso que es imposible arrancar de la memoria y te aseguraste de forzar en mí una promesa de olvido que me va a vivir doliendo para siempre.

Yo también sé a dónde nos lleva la vida, no creas que no. Yo también lo sé, pero a veces es bueno mentirse, sabes. Algunas veces es hermoso fingir que no sabemos que la vida es un verdugo. Es cuestión de sensatez escaparse por la fantasía cuando la vida pretende aplastarnos con el peso de una realidad que no podemos soportar. Y yo no puedo soportar el futuro. Sé que preferiría quererte, y sé que quererte debería ser una sonrisa añadida a esta bitácora que por ahora sólo lleva huellas de la sangre que esta ciudad me hizo derramar. Y tú eres mil sonrisas y mil deslices de alegría; lo eres, lo juro. Pero también he descubierto lo egoísta que es pelear una guerra para morir. He descubierto lo terriblemente cruel que es obligarte a creer que una muerte compartida es una buena forma de terminarlo todo. Pero no, porque las muertes que consisten en un sueño son todas iguales. Y yo te debo mucho más que eso. Te debo el valor para decir adiós cuando tenga que hacerlo. Te lo debo porque decirte adiós es el máximo gesto de amor que puedo ofrecerte. Porque al hacerlo te habré dicho que te amo como absolutamente nadie más lo hará nunca. Y porque te daré una libertad que mereces, una libertad que quiero que tengas. Después yo me encargaré de recoger mis propios pedazos cuando el mar me vea nuevamente y quiera darme la bienvenida y mi casa nunca más sea mi casa.

Quiero imaginarme ese momento porque no quiero que llegue nunca. Por eso todas las noches me despido con la misma consigna; porque tú, actriz de este mundo, debes saber mejor que nadie que cuando un parlamento, cuando una frase es demasiado difícil de pronunciar, es mejor decirla mecánicamente, fríamente, sin afectación alguna. Y para eso hay que repetirla hasta el cansancio. Y por eso seguiré diciéndote la misma frase todas las noches, hasta el hartazgo, soñando con miedo con el momento en que la diga por última vez. Y todas las noches la seguiré sintiendo también. Porque esta mecánica de decirla nunca vencerá lo que tú me haces sentir por esa combinación de sonidos. Tú eres más fuerte que mi deseo de seguridad.

Y me veo entonces parado frente a los azules de esta ciudad absolutamente terrible, idéntica a la vida, rodeado de espejos que tenían otro rostro cuando entré en ella y ahora reflejarán el tuyo para inmortalizarlo en mis pupilas; quiero imaginarme sin una sola lágrima y quiero imaginarme devastado, agotado por una lucha incansable, casi a punto de morir (pero no llegaré a tener mi final ambicioso, no podré morir por ti; y en mi fantasía las heridas son lo más cercano que me queda a la idea del consuelo), pero aún de pie, aún con la sangre en la cara y tu beso atrapado entre mis puños; sin fuerza alguna para decirlo, pero decirlo igual: “buenas noches, Buenos Aires”… No habrá duda de que es mi última noche aquí, luego inclinar la cabeza como el protagonista que pronuncia la última línea del último acto del último día de una obra y sabe que no volverá a pisar un escenario. Dar media vuelta, andar con pasos lentos… Pero el final se me borra y mi esperanza dice que vienes tras de mí; o yo me doy la vuelta y caigo rendido, pero tus brazos me sujetan a tiempo… Pero no. Buenas noches, Buenos Aires; habré dicho, una sola vez; y juntaré los dientes para no volver la vista atrás, para que esta ciudad cierre sus puertas y no tenga que cruzar ese umbral ya nunca.

Y quiero decirlo así porque Buenos Aires sólo me ha dejado dos heridas sin cerrar: el sabor a muerte y tú. Pero algunas veces me siento inundado de un color extraño y entonces amo a esta ciudad. Y la amo con una locura tal que sé que podré sobrevivir mientras tú estés conmigo, mientras me dejes convertir todo lo terrible de esta ciudad en una especie de anécdota y me digas “buenas noches, Buenos Aires” tú también, como quien dice una trivialidad con toda la afectación del mundo; y tus manos vuelvan a cerrar mis párpados, y el final no lo podamos ver, pero en mi garganta se entrecrucen un caudal terrible de gritos que no lleguen a nacer y el sabor de tu primer beso (cigarros, vino, un olor dulcísimo que nunca se me ha ido del alma); y ese sabor se convierta en el sabor de Buenos Aires, y ya nunca recuerde lo que significa haber muerto en esta ciudad, haberte dejado, haberme convertido en un hombre que cumple sus promesas y se ha atrevido a decirle adiós a la única cosa de este mundo que ha sentido suya alguna vez.

lunes, mayo 14, 2007

La casa de cartón // Martín Adán

Hoy se cumple una semana desde mi pequeño paseo a Mar del Plata. El sábado pasado estaba sentado frente a la computadora, en uno de esos momentos en que simplemente estás hastiado de todo, que necesitas sentir que alguna visión te da paz. Y lo único que tenía eran ganas de ir a ver el mar. Así que eso hice. Le pregunté a una amiga dónde había mar cerca, me dijo "Mar del Plata". Era todavía de madrugada, pero la verdad no me importó. Agarré mi mochila, metí adentro la cámara, un cuaderno, unos lapiceros y un libro; escogí una casaca abrigadora y me fui con lo que tenía puesto a la estación de buses de Retiro. Ahí tomé la primera línea que encontré a la vista, compré mi boleto y me embarqué a eso de las 7 de la mañana rumbo a una ciudad que nunca había visto en mi vida, sin itinerario alguno más que ver el mar.

Nada de eso fue planeado. Creo que no pensé nada bien, salvo una cosa: ese libro que llevé. No sabía qué se debe llevar a un viaje así, pero no sé por qué La casa de cartón me hizo un guiño y acerté a tomarlo. Pues déjenme contarles una cosa: desde que volví de Mar del Plata (lo cual ocurrió apenas 24 horas después de iniciado el viaje), muchísimas cosas han cambiado en mi vida, en solamente una semana. Y desde luego, tiene que ver con mil cosas que venían pasando desde antes de ese pequeño arrebato de impulsividad. Pero lo cierto es que ahora para mí siempre tendrá que ver con ese pequeño momento en que me detuve a pensar y decidí tomar el libro correcto.

La primera vez que leí La casa de cartón, me fascinó, pero no lo entendí. O al menos lo entendí de una manera distinta a como lo entiendo hoy. La segunda vez lo entendí, pero me faltó sentirlo. Y esta fue la tercera vez y fue perfecto. Quizás porque antes de leer este libro, hay que haber aprendido a leer el mar. Y si bien es cierto es algo que he hecho toda mi vida, jamás nadie que no lo haya intentado podrá entender por qué un viaje improvisado de 5 horas en bus vale la pena sólo por lograr redescubrir un libro que merecía a todas luces ser encontrado. Pero tiene que ver con que, al leer frente a una playa después de tantos meses, con una necesidad tan urgente que no te deja dormir, no te deja ni siquiera respirar; al hacer uno una locura para anclar en un libro como este, uno termina por leer la verdadera historia del mar y encontrar en ella su propia vida.

Este libro es exactamente eso. Es como pararse a ver el mar, pero porque lo necesitamos. Es como estar tan lleno de todo, que tu vista sólo podría tolerar ver el infinito, ver algo que la libere, ver un abismo que parece no terminar nunca. Y en este mundo, sólo el mar es eso. Este libro es un conjunto de olas, cada una alzándose a su tiempo, a su manera, a su altura. Algunas desaparecen tan rápido como aparecieron, otras son sólo tumbos. Pero otras se alzan imponentes, arrastran la corriente y cubren con su espuma el sol, se convierten en la pleamar de una mañana maravillosa, borran las huellas que quedaban en la orilla. Y hay que leerlo así, como quien mira algo que sabe que se va desgastando, no hay que tratar de mirar la totalidad. Hay que mirar cada movimiento, cada onda que se va formando, cada rezago de algo que nos recuerda a nuestra propia vida. Hay que dejar que el mar cante con su propia música y hay que dejarse llevar por las notas. Nada más.

Podría añadir aquello de que es uno de los relatos fundadores del modernismo literario en el Perú, podría decirse también sobre el estilo, y sobre la obra en sí de Martín Adán, claro. Pero la verdad, me parece que eso ya lo han dicho muchos. Y prefiero decir que aunque dudo que vuelva a tener un arrebato nostálgico por el mar pronto, todavía tengo La casa de cartón en mi mochila. Por si acaso.

-0-

Recomendable: En el verano, de todas maneras. En el invierno, frente al mar. Cuando necesitas sacar cosas de tu cabeza en vez de meter más. Cuando quieres ver el mar y no lo tienes cerca.
Se lo regalaría a: Lb. Supongo que le regalaría mil otros libros, pero no podría dejar de regalarle este. Sencillamente porque no se demoraría tanto como yo en entenderlo. Y seguro hasta entendería lo que le trato de decir con él.

Ficha técnica:

Martín Adán
La casa de cartón - Peisa; 1997
109 p.; 14x21 cm. (Biblioteca Peruana)
ISBN: 997240015X






-0-

"Malecón, el último de Barranco yendo a Chorrillos, zigzagueante, marina en relieve tallada a cuchillo, juguete de marinero, tan diferente del malecón de Chorrillos, demasiada luz, horizonte excesivo, cielo obeso en cura de mar. Malecón de Chorrillos, superpanorama, con una cuarta dimensión, de soledad... Y todo el mar varía con los malecones -en éste, viaje de transatlántico; en ése, ruta de Asia; en aquél, la primera enamorada-. Y el mar es un río de Salgari, o una orilla de Loti, o un barco fantástico de Verne, y nunca es el mar glauco, de zonas lívidas, incoloras, con hilos de patillos, pleno de costas mínimas y lejanías flacas. El mar es un alma que tuvimos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra -un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones-. Y el mar nunca es el mar frío y nervudo que nos apretaba, en sus lujurias estivales, la niñez y las vacaciones-. Malecón lleno de perros lobos y niñeras inglesas, mar doméstico, historia de familia, el bisabuelo capitán de fragata o filibustero del mar de las Antillas, millonario y barbudo. Malecón con jardines antiguos de rosales débiles y palmeras enanas y sucias; un fox-terrier ladra al sol; la soledad de los ranchos se asoma a las ventanas a contemplar el mediodía; un obrero sin trabajo, y luz, la luz del mar, húmeda y cálida. Malecón con cuadros de césped seco, la inquietud de la pruimera cita con la muchacha que no amábamos del todo -sobre este malecón hay un cielo diverso, que denota junto al cielo del mar-. Malecón con sólo una hora de quietud: la de las seis de la tarde, los dos cielos gemelos, uno, sin solución de continuidad, los dos con las mismas gaviotas y melancolías."

miércoles, mayo 09, 2007

Primera contemplación del mar

Esa primera visión: ese primer momento, como la primera desnudez, como un atisbo de esperanza, una mirada que nos pierde y nos salva a la vez; esa primera contemplación del mar, la sensación de que volcamos nuestra vista en un barranco que sólo puede conducir al infinito.

sábado, mayo 05, 2007

Prosas apátridas // Julio Ramón Ribeyro

Es raro y a la vez extremadamente delicioso cuando un libro lo puedes leer una y otra y otra vez. Cuando algo sencillo y a la vez extremadamente rico te toca en el alma, pero puede volver a hacerlo, siempre con las mismas palabras. Cuando las mismas frases encierran mil sentimientos diferentes dependiendo del momento en que decidas abrir esas páginas. Y hay pocos libros así en la vida. Demasiado pocos como para no atreverse a buscarlos.

Prosas apátridas no es una novela. Ni tampoco una colección de cuentos, ni nada que pretenda un fin. Es fragmento. Son fragmentos. Pequeños pedazos de literatura arrancados al vacío, pedazos que no pretenden formar nada más que eso. Desde luego, una dispersión constante siempre da una ilusión de concentración, por supuesto que la obra, leída de continuo, tiene un peso total. Pero lo cierto es que la intención no es esa. Los fragmentos que nos deja Ribeyro son pequeñas reflexiones que se le arrancan a la vida, instantáneas, pensamientos, desvaríos, gritos o susurros. Y su idea no es más que agotarse en el fragmento: brillar por un breve momento. Luego, haberlo subvertido todo.

Lo extraño es que la voz de este autor es como un paseo, donde nuestro acompañante es tan lúcido, tiene una voz tan terriblemente irónica algunas veces, tan hermosamente nostálgica otras, que uno no siente más que la necesidad de dejarle hablar, arrancarle trozos de sabiduría a los eventos más mínimos, a las visiones más cotidianas. Y es que la elegancia de Ribeyro consiste en eso, en mirar al mundo como la suma de millones de pequeños fragmentos que pueden ser rescatados de cuando en cuando, como un observador que se vuelve el gran catalizador del universo y de pronto divisa un fenómeno invisible a todo el resto de personas, haciendo que su existencia dependa de él, de su mirada, de sus pensamientos, de su capacidad de revelarlo al resto.

Resulta fascinante encontrar lo mejor de Ribeyro en un libro que se aleja tanto de su proyecto de retratar a la sociedad peruana en sus cuentos... Y sin embargo, aunque el Ribeyro cuentista es también digno de la más absoluta admiración, es aquí donde encontramos al Ribeyro más honesto. Y, verdades sean dichas, la honestidad rara vez es una cualidad en un escritor. A menos que seas Ribeyro.

Y ahora es cuando dejo de escribir, porque hay mucho más qué decir, pero también inútil. Desde luego, para libros como éste, uno siempre creerá que no ha dicho suficiente, pero como siempre digo, decir sobre lo escrito es redundar cuando la obra vale la pena. Quizás sólo agregar que este es un libro para leer siempre, una cualidad que tampoco muchos libros poseen. Y yo tengo a mi lado las Prosas, es un día gris allá afuera, después de uno de esos días difíciles, demasiado duros como para no acusar huella, o al menos cansancio; así que con su permiso, voy a entretenerme un rato con la maravilla. Digo, para esta vez sacarle yo la lengua al mundo.

-0-

Recomendable: Siempre. Para cuando estás solo y no tienes nada qué hacer. Para cuando estás con alguien y quieres pasar un buen rato. En un parque cuando hay lindo día. Para cuando llueve. Para cuando odias todo. Cuando estás de buen humor. Cuando extrañas. Cuando quieres hacer algo diferente con tu enamorada. Cuando todo da vueltas. Cuando estás borracho. Cuando tienes la desgracia de no estarlo. Cuando vas en colectivo. Cuando esperas demasiado por uno. Cuando tienes necesidad de escuchar. Hoy. Todos los días que se pueda.
Se lo regalaría a: N.

Ficha técnica:

Ribeyro, Julio Ramón
Prosas apátridas - Seix Barral; 2007
144 p.; 13x23 cm. (Biblioteca breve)
ISBN: 843221230X








-0-

" 65
Por la misma vereda desierta por donde yo camino, un hombre viene hacia mí, a unos cien metros de distancia. La vereda es ancha, de modo que hay sitio de más para que pasemos sin tocarnos. Pero a medida que el hombre se acerca, la especie de radar que todos llevamos dentro se descompone, tanto el hombre como yo vacilamos, zigzagueamos, tratamos de evitarnos, pero con tanta torpeza que no hacemos sino precipitarnos hacia una inminente colisión. Ésta finalmente no se produce, pues faltando unos centímetros logramos frenar, cara contra cara. Y durante una fracción de segundo, antes de proseguir nuestra marcha, cruzamos una fulminante mirada de odio.

126
Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: "Cuídate de husmear bajo los cimientos." Como el niño con el juguete que rompe, no descubro bajo la forma admirable más que el vil mecanismo. Y al mismo tiempo que descompongo el objeto destruyo la ilusión.

129
Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se conecentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta obervación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.

197
Hay momentos en que el sufrimiento alcanza tal grado de incandescencia que diríase nos cristaliza y nos vuelve por ello indestructibles."