lunes, marzo 27, 2017

Canción de Héctor

O cuando miramos nuevamente hacia el abismo,
reunidos como estatuas de piedra,
asomados al filo incesante de un mar que clama nombres y fechas y recuerdos
(sobre todo eso),
pero que nadie puede navegar
por más que quiera.
¿No era de esperarse que así fuera?
¿Que el silencio se apoderara de todo,
como en la atmósfera de una película ridícula,
de aquellas que se ven sin ver realmente,
cuando el protagonista se despide del amor de su vida
con palabras torpes, grises, inverosímiles,
a la luz pálida de una lámpara antigua
frente a la ventana que da al jardín
y al abrigo de los claroscuros?
¿No era acaso natural que el polvo se asentara
sobre tus sábanas y sobre tu ropa
cuando todos contemplábamos tu rostro envuelto?
Quizás yo esperaba luces blancas, cegadoras;
túneles oscuros que conducen a un lugar distante,
o sentir en mis huesos
unas palabras de despedida, un gesto solemne,
no sé, algo,
cualquier cosa que me quebrara o me dejara sin aliento,
sin nada que agregar, sin excusas para convencerme
de que todo seguía su curso
y el tiempo solo hacía su trabajo.

En vez de eso me paro frente a las puertas,
saludando y pronunciando cortesías aprendidas a lo largo de los años,
casi como un juego.
Suena extraño responder a las preguntas,
ver tu nombre escrito en formularios y tarjetas,
no saber en qué momento es apropiada una palabra de aliento,
una mano puesta sobre un hombro, un instante de silencio.
Perderme, como me pierdo, sin epifanías ni revelaciones,
sin súbitas manifestaciones de sabiduría
que me hagan comprender más de lo que ya comprendo.
Y es que yo he aprendido a arrebatarles sus secretos a las sombras,
a las criaturas marginales que coexisten con sus miedos,
que desaparecen y se pierden en sí mismas,
las voces desesperadas que buscan dónde asirse
porque nunca pertenecieron a nada.
Pero tú estás más allá de su alcance o el mío,
porque tú no estabas hecho para las grandes hazañas
o la fama
o las canciones de los hombres.
Tú eras más que las contemplaciones que se hacen
a los seres patéticos que llenan las pantallas o las hojas de los libros.
Tú eras un ser real, de carne y hueso;
un héroe anónimo, un tipo sencillo,
lleno de orgullo, de defectos, de pequeñas manías a las que uno llega a acostumbrarse.
Tú eras, sobre todo, un hombre feliz.

¿Y es eso posible?
Vivo buscando la verdad debajo de las excusas
y las verdades profundas siempre se abren paso
en forma de heridas, en forma de memorias, en forma de caídas.
¿A qué aferrarse entonces?
Quizá a las noches silenciosas donde juego a ser el mismo,
a los pequeños momentos que se consumen con el humo
o al alcohol o a las miradas frías
de los vecinos que dan sus condolencias sin saber qué más decir
o cómo evitar otro momento de incomodidad.

Pero nada de eso importa porque nada de eso tiene un nombre.
Y el tuyo se ha visto reducido a una inscripción sobre una tabla de piedra,
a una mención breve en una lista
o unas palabras repetidas en un coro
que se me hace hasta siniestro.
No, jamás debiste recibir palabras repetidas
una, diez, mil veces
por millones de labios espurios y voces frías.
Para ti debieron ser
todas aquellas cosas que nunca se dijeron
y nunca se dirán;
palabras que se fabricaran con fuego y sangre,
con electricidad y puñados de tierra.
Porque nadie puede comprender la belleza de una vida simple,
nadie salvo aquel a quien le ha pertenecido,
aquel que ha usado el tiempo en nada más que darse
a tareas pequeñas e infinitas
—criar niños, conducir un auto viejo, preparar un almuerzo con las sobras de la cena.
Y puede parecer inútil,
insignificante como el rezago de un sueño,
pero es tan real que duele solo pronunciarlo,
y está tan cerca de la eternidad como puede estarlo un hombre.

Y sin embargo, volveremos a recorrer
el camino serpenteante que conduce al único lugar
donde jamás te encontraremos
porque nunca lo habitaste verdaderamente.
Allí echaremos nuestras rosas y nuestras palabras vacuas,
nuestras huellas y nuestros destinos.
Dejaremos, si se quiere, una ofrenda o un sacrificio
para los pedazos de nosotros mismos que no hemos sabido conservar
después de haberte despedido.

Ya vendrán las tormentas, el tiempo, las estaciones,
y habrá algo raro en ellas, como si no pudiera uno acostumbrarse
a la sensación de verlas sin saber que las has sobrevivido.
Quedarán las medallas y las fotos,
los regalos que se entregaron y jamás se usaron,
los arreglos, las formalidades,
las ceremonias y los ritos.
Y quedaremos nosotros, esperando,
despojados de una edad a la que ya no pertenecemos,
rebelándonos en este afán idiota de encontrar consuelo en las pequeñas cosas,
en el eco que aún queda de ti,
habitando los rincones de tu casa,
reemplazado poco a poco por recuerdos
cada vez más imprecisos.

Ese es el único final posible;
la memoria de los hombres no es confiable.
Tarde o temprano todo acaba por desvanecerse.
Y así será y por mucho que lo intente,
también tu voz se borrará de mis oídos
tu nombre de mis labios,
tu rostro de mis ojos sin brillo.
Vendrá el invierno y arrastrará consigo
cada retazo de los años que dejaste,
una imagen fugaz, como un espejismo
que se desvanece demasiado pronto,
cuando apenas nos preguntamos si realmente lo hemos visto.
Y aunque el dolor se aferre a nuestra piel
y el silencio a nuestros huesos,
quedará también un gesto, algún esbozo tenue,
un momento perfecto,
esa pequeña palabra que dejaste sin querer
y se ha vuelto parte de nosotros.
Y permanecerá incólume, invariable, inamovible,
junto a todos los momentos que hemos dado por sentados
y ahora agradeceremos
como si fueran nuestra única posibilidad de salvación
y lo más bello que jamás habremos contemplado.