miércoles, marzo 24, 2010

Indiana

Aunque tenga que morir el último vestigio de lo que haya sido,
me aferraré al silencio fiel.
Cuando era niño
me cuidaba un perro pequeño que le ladraba a las sombras
y yo dormía tranquilo,
protegido por el sonido exagerado y hosco
de la misma criatura con la que aprendí lo que era dar cariño.
En esos tiempos
debajo de las sábanas yo conciliaba el sueño,
como a sabiendas de que los fantasmas se arrinconaban sobre el umbral,
incapaces de dar un paso dentro.
Un día todo se volvió luminoso.
Pude entonces distinguir la silueta de mi guardián
y lo encontré indefenso, delicado, efímero.
Lo tomé con los brazos y prometí cuidarlo.
Ese día tomaron la casa y desde entonces,
hemos sido prisioneros de los juegos que yo mismo inventé.
Pero los perros viven menos que los hombres,
y hoy ya no recuerdo el nombre
del lugar donde enterré sus huesos.
Solo sé que aquí, en la casa, no está permitido hacer velorios
por los espejismos de la infancia.
Llorar exageradamente era la única ventaja de ser niño,
pero tampoco puedo recordar dónde enterré
mis recuerdos de alguna vez haberlo sido.