Hace unos días, el día de mi cumpleaños, uno más. Pues sí, como no soy de esos que les gusta celebrar, termino siempre por pensar de más en un día que preferiría fuera uno más que sumar a la cuenta de tiempo muerto. Pero en ese día, ese día en que uno se pone a hacer matemáticas para descubrir todo lo que ha pasado por su vida hasta ese momento; ése es el día en que uno está obligado a mirarse las manos y leer su historia allí. Es el día en el que estamos obligados a contar el tiempo y pagar nuestro diezmo correspondiente a la vida que hemos llevado.
Tal vez odio mis cumpleaños porque llevo una racha terrible de sucesos desde hace muchos años. Paradoja al respecto: este año todos mis amigos escribieron para saludarme un día después. Por un momento se me ocurre pensar que conforme voy envejeciendo, mi imagen se hace más confusa para los que están lejos, y ya ni siquiera están seguros de que yo sea una persona, de que haya sido real. Luego esa idea se hace todavía más fuerte: qué si yo soy el único que todavía se acuerda del antes, de los ratos que he atesorado como los momentos más felices de mi vida, los mismos momentos que compartí con ellos. Qué si yo soy el único tan nostálgico, tan loco y tan absolutamente anticuado que todavía vive en los rezagos de un tiempo que fue y murió con todos los demás tiempos (tanto ha cambiado mi país, tanto ha cambiado el mundo y seguirá cambiando) y mientras todos ellos crecen y el olvido los ayuda a sobrevivir a esa constante transformación, yo me he convertido en un fantasma de los tiempos que amé y no pude retener conmigo. Entonces ellos me deben ver con lástima, mientras yo me ufano inútilmente por intentar que todo sea como antes.
El fin que me espera puede ser terrible o hermoso, dependiendo de si me doy cuenta o si muero en mi ilusión. Pero si ellos han olvidado mi cumpleaños, quizás terminen por olvidarme también, pues soy solo un eco de algo que debe, necesita ser dejado atrás. Termino pensando que no me da miedo envejecer, pero un escalofrío me recorre la espalda cada vez que pienso que me estoy haciendo viejo.
Tal vez odio mis cumpleaños porque llevo una racha terrible de sucesos desde hace muchos años. Paradoja al respecto: este año todos mis amigos escribieron para saludarme un día después. Por un momento se me ocurre pensar que conforme voy envejeciendo, mi imagen se hace más confusa para los que están lejos, y ya ni siquiera están seguros de que yo sea una persona, de que haya sido real. Luego esa idea se hace todavía más fuerte: qué si yo soy el único que todavía se acuerda del antes, de los ratos que he atesorado como los momentos más felices de mi vida, los mismos momentos que compartí con ellos. Qué si yo soy el único tan nostálgico, tan loco y tan absolutamente anticuado que todavía vive en los rezagos de un tiempo que fue y murió con todos los demás tiempos (tanto ha cambiado mi país, tanto ha cambiado el mundo y seguirá cambiando) y mientras todos ellos crecen y el olvido los ayuda a sobrevivir a esa constante transformación, yo me he convertido en un fantasma de los tiempos que amé y no pude retener conmigo. Entonces ellos me deben ver con lástima, mientras yo me ufano inútilmente por intentar que todo sea como antes.
El fin que me espera puede ser terrible o hermoso, dependiendo de si me doy cuenta o si muero en mi ilusión. Pero si ellos han olvidado mi cumpleaños, quizás terminen por olvidarme también, pues soy solo un eco de algo que debe, necesita ser dejado atrás. Termino pensando que no me da miedo envejecer, pero un escalofrío me recorre la espalda cada vez que pienso que me estoy haciendo viejo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario