Una tarde de verano, pero nublada. Sentado, tras una noche de Kafka, junto a una amiga. Hablamos de la idea de lo fugaz, conversación natural, ya que ella es doctora. Entonces me cuenta esta historia: Años atrás, su primera paciente. Como es aún estudiante, sólo la ve por las mañanas: se trata de una señora anciana, condición delicada, en el límite del desvarío. Pero una mañana entra a su habitación y la encuentra rejuvenecida, lúcida, viva. Mi amiga la anima diciéndole que sus síntomas han mejorado, pero la anciana niega con la cabeza y dice, simplemente, “es que ya me voy a morir”. Mi amiga responde preguntándole por qué dice eso, y la anciana contesta: “¿Nunca lo oíste? Cuando uno se va a morir, recupera la lucidez”. La estudiante, la desanima de la idea y se despide con un cortés “hasta mañana”, parte a sus clases y va a dormir. Pero nunca vuelven a encontrarse. Mi amiga regresa al día siguiente, pero su paciente la ha superado en el diagnóstico.
Luego mi amiga me dice que nunca lo olvidará, no sólo porque fue la primera paciente que perdió, sino también porque se despidió como quien espera ver a esa persona al día siguiente. Que de haberle creído se hubiera despedido de otra forma, habría dicho algo distinto. “Y es curioso”, dice para terminar la historia, “recuerdo perfectamente su cara, pero no recuerdo su nombre”.
Pero en el camino a casa me quedo pensando en esta idea y me pregunto, ¿pero no es acaso mucho mejor así? ¿No es mejor vivir sin saber cuándo tiene uno que despedirse, sin programar los adioses más que para la mera coincidencia? Creo que ella recuerda esa historia porque justamente no pudo despedirse. Recuerda su cara, recuerda esa despedida fugaz, recuerda las palabras que todavía le parecen demasiado ligeras para alguien que tiene que dar la única despedida definitiva. Pero creo que es hermoso que no recuerde su nombre. Creo que es hermoso porque de haberse despedido como ella quería, probablemente no recordaría lo que le dijo, no recordaría su rostro porque hubiera detenido ese momento para memorizarlo, y la memoria siempre olvida, a diferencia de la emoción. Recordaría el nombre, claro, pero habría olvidado a la persona. Y es que, cuando uno se despide de algo a sabiendas de que no volverá, termina por recurrir, inevitablemente, al alivio tremendo que nos significa el olvido. En cambio cuando una despedida es fugaz, el siguiente encuentro no es ya un adiós que reivindicar, sino una conversación que se retoma.
Pero en el camino a casa me quedo pensando en esta idea y me pregunto, ¿pero no es acaso mucho mejor así? ¿No es mejor vivir sin saber cuándo tiene uno que despedirse, sin programar los adioses más que para la mera coincidencia? Creo que ella recuerda esa historia porque justamente no pudo despedirse. Recuerda su cara, recuerda esa despedida fugaz, recuerda las palabras que todavía le parecen demasiado ligeras para alguien que tiene que dar la única despedida definitiva. Pero creo que es hermoso que no recuerde su nombre. Creo que es hermoso porque de haberse despedido como ella quería, probablemente no recordaría lo que le dijo, no recordaría su rostro porque hubiera detenido ese momento para memorizarlo, y la memoria siempre olvida, a diferencia de la emoción. Recordaría el nombre, claro, pero habría olvidado a la persona. Y es que, cuando uno se despide de algo a sabiendas de que no volverá, termina por recurrir, inevitablemente, al alivio tremendo que nos significa el olvido. En cambio cuando una despedida es fugaz, el siguiente encuentro no es ya un adiós que reivindicar, sino una conversación que se retoma.
2 comentarios:
que bonita historia. y qué cierto además. No entiendo las despedidas anticipadas, basta con un hasta luego.
El punto es que hay que ser supremamente valiente para despedirse anticipadamente sin caer en lo cursi. Por otro lado, cuesta mucho encontrar personas dispuestas a recibir de buena gana un adios de quien se los quiere regalar como un último gesto de cariño... si yo lo sabré!!
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